Artículo de Mariam Vizcaíno, profesora de Referentes Culturales: Arte y Moda, de CGM, publicado en nº 156 de la revista Fila Siete, www.filasiete.com.
Cuando Salvatore Ferragamo abandona este mundo en 1960, había revolucionado el concepto del calzado con soluciones nunca vistas.
Los zapatitos rojos que conducirían a casa a Judy Garland en El Mago de Oz (1939) los diseñó, por encargo de la Western Company Costumes, un italiano de pequeña estatura y optimismo incurable que llegó a ser conocido en Hollywood con el sobrenombre de “el zapatero de las estrellas”. Su carrera empezó en 1907 en un humilde pueblo napolitano, cuando solo tenía nueve años, la noche en que se quedó haciendo los zapatos de comunión de sus dos hermanas pequeñas para que su madre dejase de llorar por no tener con qué calzarlas.
Siguiendo el ejemplo de sus hermanos mayores, para ayudar a su familia que era muy pobre, emigra a los Estados Unidos. Al llegar descubre consternado que la fabricación del calzado está totalmente mecanizada. Se instala entonces en su fuero interno un odio por las máquinas que ya no le abandonará. Sabe que solo un zapato hecho a mano, de principio a fin, puede “calzar bien” y ser cómodo, sin que la belleza de las líneas sufra por ello. Esa preocupación, por encima de cualquier otro sueño, lo empujará a lo largo de su vida a crear zapatos de una perfección formal difícil de superar.
La primera vez que entra en contacto con la industria del cine es en Santa Barbara (California) donde uno de sus hermanos, que planchaba la ropa de los actores de la American Film Company, le presenta al encargado del vestuario. Salvatore, que solo tenía entonces dieciséis años, le convence de que podía corregir los errores de las botas de cowboy haciéndolas más flexibles. Viendo su pericia para mejorar las hechuras, empiezan a pasarle los guiones de las películas para que él mismo decida el número y el estilo de los pares que iban a necesitar.
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